Sentado en el vagón del metro, repaso mentalmente lo acontecido durante la tarde. Las miradas inquisitorias de los pasajeros me recuerdan las laceraciones de mis muñecas, inconfundibles, inequívocas. Sus ojos me devuelven miradas desaprobadoras en su gran mayoría, pero algunas son de curiosidad y las menos, las que de verdad hacen que este viaje sea especial, son de sana envidia, pues imaginan lo ocurrido.
Cuando llegué a su casa, Isabel se encontraba ya preparada para cuanto iba a acontecer. Yo era el único que no sabía lo que se avecinaba. Su cuerpo rotundo, maduro y fresco me abrió la puerta, no pude evitar fijarme en la excitación que sin dudar almacenaba ya su mente, pues todas sus señales estaban activadas.
Nos besamos al tiempo que mis manos recorrían lentamente su espalda, disfrutando de su textura suave y sedosa, camino de su cintura. Cuando mis manos llegaron hasta las nalgas, aprisioné cada una de ellas y la empujé contra mí, sintiendo como su pecho se clavaba en el mío, como su cuerpo se pegaba a mi cuerpo y como Isabel apretaba su bajo vientre contra el bulto que mi sexo dibujaba en los pantalones.
Sus brazos alrededor de mi cuello me impedían separarme de ella. Mi mente se focalizaba en sus labios pegados a los míos, en su lengua recorriendo a voluntad mi boca, en el sabor dulce de su saliva y en el cálido aire que emitía con sus gemidos, ahogados en mi garganta.
Nos soltamos y tiernamente me tomó de la mano.
- “Tengo un regalo para ti”, dejó escapar suavemente de su garganta, mientras me guiñaba un ojo.
Me guió por el pasillo hasta su habitación. La cama estaba abierta, con las sabanas perfectamente dobladas, velas en las mesillas, una barrita de incienso aromático y una silla frente a los pies de la cama. Me sentó en la silla y con sumo cuidado ató mis muñecas a las patas de la misma.
Besándome al tiempo que desabotonaba mi camisa, la retiró hasta dejarla encajada por completo en mis hombros y entonces se dedicó a jugar con mi pecho, apenas rozándolo con la yema de los dedos, circundando la aureola de mis pezones, marcando con la uña el camino que separa ambos pectorales. No podía resistirlo, sabía cuanto me gusta y como hacerlo. Mi cabeza se dejó caer hacia atrás, mis ojos se cerraron, para aumentar el nivel de sensibilidad de mi piel, un gemido se escapó de mi.
Cuando su lengua y sus dientes ocuparon el lugar de sus dedos, mi nivel de excitación se multiplicó por mil. Tensé los brazos en un vano intento por soltarme, notando como las finas cuerdas se clavaban en mis muñecas, como laceraban la primera capa de piel. Chillé de placer cuando me mordió, estaba disfrutando.
De rodillas delante mio, soltó el cinturón, el botón del pantalón y la cremallera. Lo deslizó por mis caderas, incorporándome un poco para ayudarla en su maniobra. Al llegar hasta las rodillas se detuvo. Mientras con una mano acariciaba mis muslos, con la otra trababa mis tobillos a la silla, dejándome totalmente inmovilizado. Era suyo, me tenía a su merced. Una punzada de miedo impactó en mi nuca. Un ligero temor que aumentaba mi disfrute de su masaje en mis muslos. Sus dedos se dirigieron hacia la cara interna de mis muslos y separaron mis piernas todo lo que pudieron.
Se levantó y se colocó detrás de mí. Movió mi cabeza hacia delante y comenzó a mordisquearme los hombros, el cuello, el lóbulo de la oreja. Sus manos recorrían mi torso desnudo, impregnándome de la cálida sensación de su tacto. Empece a gemir, apenas un murmullo que esperaba que no hubiera oído. Un velo oscuro cubrió entonces mi mirada. “Hoy está perversa”, pensé. Me acababa de vendar los ojos, ahora sí que era totalmente suyo.
La sensación de abandono, de no poder negarme a lo que me tuviera preparado aumentaba aun más si cabía mi excitación. La falta de referencias visuales hacía que mis sensaciones aumentasen de intensidad. Podía sentir cada pelo de su cabellera rozando mi piel, su respiración entrecortada por la excitación del momento, el calor de su piel cerca de la mía, su olor a mujer, a sexo, a placer por venir.
Una cálida caricia recorrió mi sexo. Su humedad, su textura, su dulzura me indicaban que era su lengua la que recorría la piel tensa de mi pene. Se entretenía en dibujar su contorno, sus formas, recorriendo cada curva, saboreando su dureza. Sus labios aprisionaban mi ariete y al tiempo que engullía mi hombría, marcaba levemente con sus dientes mi piel.
“Pero si ella aún está detrás de mí, ¿cómo puede estar chupando mi miembro?”, noté sorpresivamente. Un terror ciego inundó mi mente, no podía ver, no sabía quién estaba allí y lo que era peor aún, no conocía las intenciones de Isabel. Me había sorprendido.
Mi cuerpo se tensó al sentir como sus pezones dibujaban formas en mi espalda. Sentí sus labios junto a mi oreja, susurrándome dulcemente que éste era mi regalo, su amiga. Aquella situación había disparado mi deseo, sobre todo el no poder verlas y no poder gozarlas, sólo tendría mis sentidos para disfrutar de ellas.
La boca que se encargaba de mi sexo aceleró el ritmo, estaba buscando mi final. Los dientes de Isabel se clavaron en mis pezones, sus uñas en mis hombros, su saliva resbala por mi pecho. Estaba a punto. Eran dos lenguas ya las que lamían mi miembro, mientras una mano experta aceleraba el ritmo de sus movimientos. Mi cuerpo respondió tensándose, mi espalda se arqueó, mis brazos intentaban en vano soltarse, pero lo único que conseguían era clavar en la piel de mis muñecas la cuerda con la que estaba sujeto a la silla.
Grité. Me vacié.
Un millón de descargas recorrieron mi columna, obligándome a expulsar toda mi esencia. Mi pecho, agitado por el orgasmo, apenas podía mantener el ritmo de las respiraciones. Mi boca, abierta en una mueca de placer, exhalaba un rugido, un rugido de animal vencedor.
Cuando me tranquilicé un poco, presté la atención suficiente para saber que se estaban besando. Podía oír como sus labios húmedos chocaban entre ellos, como sus lenguas se rozaban, sus respiraciones empezaron a agitarse. Me imaginé que sus manos estarían también ocupadas buscando los puntos sensibles, rozando cada centímetro de su piel.
Escuché como el colchón de la cama las recibía, el roce de los cuerpos sobre las sabanas. Mentalmente recreé la imagen, sus cuerpos abrazados, mientras se fundían en un largo beso, sus melenas se mezclaban sin concierto, sus manos recorrían las espaldas, presionaban las nalgas. De repente un gemido. Una de ellas estaba descendiendo hacia el pecho de la otra. Cada nuevo gemido creaba en mí una nueva visión.
Imaginé como una boca deseosa se apoderaba de un pecho, lo lamía, lo chupaba, lo mordisqueaba, se entretenía en disfrutarlo. Un gemido largo fue asociado a una lengua que recorría el vientre camino del pubis, donde depositaba un montón de suaves ósculos, perfectamente audibles. Las manos separaban los muslos y acariciaban tímidamente el interior de estos, dejándose arrastrar después por la superficie de un sexo humedecido por la excitación.
Ruido de sabanas y de colchón, estaban cambiando la postura. Los gemidos y ruidos de roce húmedo que llegaban hasta mí, me transportaban hasta la situación que estaban dibujando ahora mismo. Una sobre la otra, cada una con el sexo de su compañera al alcance de sus labios, besando, sorbiendo, mordiendo, lamiendo sus sexos. La habitación se llenó de gemidos, de lametones, de respiraciones ahogadas. El aire me traía el olor a sus sexos, a sus flujos, a su placer, a su deseo. Nuevos ruidos, nuevos gritos. Sus sexos estaban siendo horadados por dedos deseosos de penetrar hasta el fondo, de tocar su interior, de acariciar sus almas. Se aceleraron las lenguas, los dedos, los labios. Gritaban, gemían, se quejaban, disfrutaban.
Por fin una de ellas cayó vencida y se abrió al orgasmo. No era Isabel, no era su voz. Pero ella no tardó mucho más en caer también ante las caricias de su amiga. Se movieron y de nuevo se entregaron a la dulzura de sus besos. Cuchicheaban en voz baja. Su respiración ya se tranquilizaba, se relajaba.
Volví a tomar conciencia de mi cuerpo. Las muñecas me dolían, los brazos estaban agarrotados, durante todo su encuentro han estado intentando liberarse de las ataduras. Forcé un poco mas y una de mis manos se liberó. Noté la sensación de quemazón que las marcas de las cuerdas habían dejado en mis muñecas, al sentir de nuevo el aire fresco recorriendo mi piel. Por fin pude soltarme.
La escena frente a mí no podía ser más excitante. Las dos féminas reposaban desnudas, abrazadas, calmadas, felices. Eran como dos estatuas de piel tersa y suave, recorrida aun por algunos hilillos de sudor, provocado por el placer que mutuamente se habían regalado, por su enfrentamiento carnal, por sus ganas de gozar y ser gozadas.
Con sumo cuidado recogí mis vestimentas y abandoné la habitación de Isabel y su piso mientras recomponía mi vestuario y le agradecía mentalmente este regalo tan especial que llevaría durante unos días tatuado en mis muñecas.