Ella sentía la necesidad de dejarle claro que quería más, que sería un día muy largo, caluroso, excitante y placentero.
A él le invadía una sensación extraña. No tenía miedo de ella, pero nunca la había visto tan dispuesta a satisfacer todos sus deseos sexuales. Menos aun se esperó la devoción con la que ella se inclinó sobre su regazo, no solo por la determinación, sino también por la intensidad y la profundidad con la que succionaba su falo, nuevamente empalmado ante sus caricias bucales.
No había donde pararse y ella no tenia la mas mínima intención de permitírselo. Quería que con cada golpe de su glande contra su campanilla, él pisara a fondo el acelerador.
De pronto, paró. Observó la zona por la que transitaban y afirmó:
- “Toma ese desvío de la izquierda, ahí donde dice Las Hayas”.
Como siempre, él obedeció. Hasta ahora había resultado ser una buena decisión.
Llegaron a una zona aislada y ella le pidió que detuviera el coche. No había reparado en que era un cementerio.
- “Baja y ven conmigo”, le indicó ella, “No creo que te arrepientas”.
El sonrió picaramente, pero la empujó contra la puerta del coche. Deseaba deleitarse con el sabor de sus labios, sentir sus manos agarrándole fuerte por las caderas. Pero ella anhelaba otra vista y se zafó de su abrazo gracílmente.
Caminaron unos 5 minutos. De repente se encontraban en mitad de un prado con flores y en el horizonte se podían divisar dos montañas emergiendo de un manto de nubes.
Ella puso dos mantas en el suelo. En una, algo de comida, en la otra, solo un bote de nata montada y otro de sirope de chocolate.
- “¿Quieres comenzar a comer tu o empiezo yo?”, inquirió mientras los dedos de su mano derecha correteaban distraídos por su seno.
Entonces por fin se decidió a actuar, no estaba dispuesto a comer sin su entrante. La acercó hacia él, la tiró sobre la manta y violentamente le arrancó sus braguitas. Vació el bote de nata contra su sexo, embadurnando sus labios mayores y menores, llenado también su vagina por completo de fría crema montada. Un escalofrío recorrió la espalda de ella al sentir su cueva inundada de aquella fría mousse. Se aplicó entonces a devorar, a lamer, chupar y recoger con su lengua hasta la ultima gota de nata de su entrepierna. La excitación de ella era palpable en la tensión de sus muslos y sus gemidos de placer. Cuando sintió que ella estaba a punto de correrse, él paró. Quería hacerle sentir lo mismo que ella le había hecho sentir en el coche.
Y así la tuvo un rato, hasta que su vagina quedo brillante, limpia y con sus labios hinchados por el placer, sus jugos y la saliva de él. Derramó entonces el sirope de chocolate sobre sus pezones y los devoro con ansia, con gula. Mientras chupaba, glotonamente, sus aureolas empezó a masturbarla con dos dedos, cada vez mas rápido, cada vez mas fuerte, mas profundo, hasta que ella, chillando a los cuatro vientos, le regaló un orgasmo salvaje y potente, transmitido a su sexo en una oleada de jugos que escapaban de su vagina con un chapoteo provocado por las ultimas penetraciones de sus dedos.
Comieron entonces. Pero ella no se quedaría sin su postre. La excitación del momento originó que él rompiera su vestido. Ella no se detuvo e inclinándose sobre él, se ensartó en su pene. Cabalgó sobre su sexo repetidas e incontables veces. Alternando el ritmo, ya fuera lento o rápido, profundo o solo su glande, disfrutó de su sexo a su antojo y se movió sobre su miembro hasta sentir su esperma salir a borbotones, pintando el interior de su sexo y provocandole con la calidez de su corrida, un nuevo orgasmo que contrajo cada musculo de su cuerpo, quemó cada terminación nerviosa de su sexo y liberó su mente del deseo carnal que la había atenazado tanto tiempo.
Recogieron y volvieron hasta el vehículo. El rostro de ella no podía disimular el nerviosismo por tener su vestido roto. Solo pudo relajarse cuando él le susurró.
- “No será necesario que vuelvas a usarlo”.
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