Cuando llegué a la cocina allí estaba ella. De espaldas a mí, inclinada ligeramente sobre el fregadero, se encargaba de los cacharros de la cena.
Su cuerpo se movía al ritmo de sus manos. Su culo, grande y apenas tapado por aquellas braguitas blancas, vibraba por la intensidad con la que frotaba un plato. Me imaginaba sus pechos, colgando dentro de la camiseta, moviéndose como flanes. Todo aquello encendía en mí la llama del deseo.
Pero había algo más. Nuestra relación había tenido sus altibajos, como todas. Momentos épicos de felicidad y algunos terribles, pero lo habíamos superado y allí estábamos. Ella fregando, descuidada y sin haberse percatado de mi presencia, yo recién levantado, desnudo y con la excitación hinchando mi sexo.
Avancé sigilosamente hasta colocarme detrás de ella, la rodeé con mis brazos por su cintura y me apreté contra ella con fuerza. Mis labios buscaron su nuca. La besé con calma, con dulzura, hasta que un ligero gemido se escapó de su boca. Fue entonces cuando mis dientes ocuparon el sitio de mis labios y le mordí la nuca con ansia.
Le di entonces la vuelta, María intentó decir algo, pero sellé sus labios con un beso. Un ósculo dulce, lento, húmedo y suave. Nuestros labios acompasados se rozaban con ternura. Nuestras lenguas se asomaban tímidamente, rozándose apenas una contra otra, mientras mis manos recorrían su espalda, pegando contra mi pecho el suyo. Podía sentir a través de la tela de aquella camiseta vieja como su cuerpo aumentaba de temperatura, como sus pezones se iban erizando sobre sus senos y se clavaban en mi torso.
Sus manos cayeron hasta mis nalgas y presionó con fuerza contra ella. Sentiría, sin duda, la dureza de mi deseo, mi sexo completamente henchido de sangre. Como yo podía sentir la humedad que sus braguitas iban absorbiendo de su sexo.
Aproveché entonces para girarla y llevarla contra la mesa de la cocina. Cuando su culo chocó contra el tablero, un suspiro se derramó en mi boca directamente. Tiré entonces de su camiseta hacia arriba, sacándosela por la cabeza y dejando caer aquel trozo de tela inútil a un lado. Sus pezones aparecieron ante mis ojos, oscuros, hinchados, desafiantes. Agarré con ambas manos sus senos y los sopesé tranquilamente. Maria me miraba entregada y excitada, me encanta jugar con sus pechos. Pase con lentitud mi lengua por cada uno de sus pezones, sintiendo en ella la dureza de su excitación, el temblor de su cuerpo por el placer que le proporcionaban aquellas húmedas caricias. Besé con suavidad sus aureolas, teniendo cuidado de dejar su pezón atrapado entre mis labios y poder así chuparlo con deleite. María me agarró entonces del pelo y presionó ligeramente mi cabeza contra su pecho.
No tardé en comprender sus anhelos. Mordí ligeramente sus pezones mientras con la punta de mi lengua rozaba la cima de sus pezones.
El aire se llenó de los gemidos de Maria, de mi respiración entrecortada, del olor de su sexo, del calor de nuestros cuerpos.
Me deje caer delante de ella, hasta quedar arrodillado a sus pies. Hundí mi nariz en su entrepierna y me embriague con el aroma de su excitación. Sus braguitas estaban húmedas y calientes, como nosotros. Mordí su pubis por encima de la ropa interior. Su cuerpo temblaba cada vez más al contacto con mis dientes. Atrapé la tira de sus braguitas con mis dientes y tiré de ella con fuerza hacia abajo, dejando por fin a la vista su sexo. Estaba hinchado, rojo, brillante. Aquella visión encendió aun más mis ganas de ella.
Acomode mi cara entre sus piernas y recorrí su hendidura con mi lengua. Una oleada de sensaciones recorrieron mi mente, el sabor salado de su sexo, la humedad de su entrepierna, la esponjosidad de sus labios mayores, la dureza de su abultado clítoris, el ardor de su piel. Gemía cada vez más fuerte al tiempo que mi lengua acariciaba su clítoris, separaba sus labios con ella y absorbía cuanto podía de su esencia.
Cogiéndome por el pelo me empujó contra ella. Sus caderas comenzaron entonces a moverse rítmicamente, ayudando a las caricias de mi lengua. Aumentaba el ritmo a la par que la intensidad de sus gemidos. De repente se desbocó. Como si de una potranca salvaje al galope se tratara, su cuerpo se lanzó a un frenesí de vaivenes sobre mi lengua que desembocó en un grito de éxtasis, en su cuerpo rígido por un instante contra mi cara, para soltarse a continuación en un orgasmo intenso y lúbrico. Temblaba espasmódica, gimiendo fuertemente, descargando en mi lengua una oleada de su flujo que impregnaba mi cara y recogía con mi lengua. Un néctar salado y ardiente que alimentaba mi cuerpo, mi mente y mi deseo por ella.
Cuando su cuerpo se relajó, subí de nuevo hasta su boca y compartí con ella el sabor de su placer, la humedad de nuestros deseos y nuestra entrega mutua.
Las manos de Maria bajaron entonces hasta mi sexo. Lo agarró con fuerza. Lo súbito de aquella caricia aumento mi excitación. Pero no era mi día, era el suyo. Le susurre al oído que me dejara a mí, que hoy era para ella, que aquello era mi regalo para ella, que quería entregarme a ella.
La senté encima de la mesa. Separé sus piernas con mi cuerpo. Cogí mi henchido miembro y recorrí con él la hendidura de su entrepierna varias veces, separando sus labios con mi glande, rozando apenas su clítoris, sintiendo con su cuerpo temblaba al contacto con su botoncito, humedeciendo la tensa piel de mi capullo con su flujo, mientras miraba a Maria directamente a los ojos.
Coloque mi verga en la entrada de su coñito y la solté. Cogí entonces la cara de Maria con mis manos y la acerqué hacia mí. Me fundí de nuevo en un beso profundo e intenso con ella, su cuerpo se movía buscando que la penetrara. Acompañé sus movimientos para no perder la colocación y para impedir que sus ganas estropearan el momento. Cuando su cuerpo se dio por vencido y dejó de moverse, me solté de sus labios y clavando mi mirada en sus ojos, con un golpe de caderas me hundí en ella.
La sensación de aquella penetración fue increíble. Su sexo se abría al paso de mi glande. La humedad de su interior ayudaba a mi verga a penetrar en ella con una caricia suave y resbaladiza, el ardor de su interior abrasaba la piel de mi polla, sus ojos se cerraron y su boca se abrió para emitir un gemido profundo y prolongado que acompaño toda la penetración, hasta que mi pubis chocó contra su entrepierna.
Maria se abrazó a mi cuello y yo aproveché para volver a besarla. Nuestros labios peleaban por besarse, por no separarse aun cuando no podíamos acallar nuestros gemidos y así fuimos aumentando la intensidad de nuestro beso, de nuestros gemidos y del movimiento de nuestros cuerpos.
Nos fundimos en un solo ser, un ser que se movía lentamente, disfrutando de cada milímetro de penetración, de cada caricia, de cada beso. Nuestros cuerpos se lanzaron en pos del otro entregándonos sin cortapisas. No existía nada que no fuéramos nosotros y no nos importaba nada que no fuéramos nosotros.
Maria comenzó entonces a licuarse en una serie de orgasmos que llenaban el aire de sus gemidos, mi boca de su placer y su sexo de más flujo. Su cuerpo temblaba violentamente presa del éxtasis.
Los espasmos que recorrían su cuerpo se trasmitían a mi miembro aumentando mi placer y haciendo cada vez más difícil controlarme. Mi orgasmo llamaba insistentemente a la puerta.
Cuando Maria se vació en un nuevo orgasmo, me descargué en ella.
Solo entonces nos separamos. Gritando de placer ambos dos, mirándonos fijamente, tensando nuestros cuerpos como un arco, nos vinimos los dos a la vez.
Su sexo se llenó entonces de su flujo y de mi semen. Descargué en su interior mi hombría, cálida, espesa y abundante. Con cada nueva enculada un borbotón de mi esperma se descargaba en su interior. Mezclándose con sus flujos. Los temblores de Maria y los míos terminaban de ordeñar mi sexo, mientras nuestras bocas de nuevo se enlazaban en un beso, esta vez salvaje y lubrico que nos impedía recuperar la respiración agitada por el clímax alcanzado pero que decía a las claras lo que ambos sentíamos en aquel instante.
Poco a poco mi sexo fue saliendo del abrazo de su coñito, hasta que se escapó fruto de la falta de erección y de la lúbrica humedad de Maria. Terminamos entonces de besarnos y nos quedamos frente a frente, mirándonos sin saber muy bien que decir, sudorosos, agitados, cansados, felices, contentos.
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