Las relaciones de vecindad son una maravilla. Una de las mejores que he tenido nunca, es el origen de esta trilogía. Espero que sea para vosotros tan excitante al leerla, como lo es para mi al recordarla.
Anabel, de 52 años, larga melena morena, ojos marrones, no muy delgada, como a mi me gustan, con curvas. Grandes pechos, algo caídos por la gravedad y la edad, pero increíbles al tacto. Muslos rotundos, anchos y suaves. Trasero ideal para ser azotado. Solo un “inconveniente”, estaba casada, pero eso añadía bastante morbo a su desatada sensualidad y a la entrega total al vicio que presentía en ella. Vamos una mujerona creada para el placer.
PARTE 1
Una tarde, al llegar a casa, me encontré a Anabel, mi vecina, asomada en la azotea. Llevábamos un tiempo, al menos a mi me lo parecía, intercambiando miradas y gestos picarones, alguna palabra sugerente y, aunque este mal reconocerlo, yo había hecho chillar mas de lo normal, durante mis encuentros sexuales, a mis ultimas visitas, a modo de provocación.
Pasé por casa, me puse algo cómodo y subí con la excusa de tomarme algo mientras me tumbaba una rato al sol. Cuando llegué arriba, me encontré a Anabel hablando por teléfono. Me dediqué a lo mio y perdí el tiempo hasta que ella colgó. Cuando terminó con el teléfono, se volvió hacia mi y comenzamos a charlar.
- “Buenas tardes vecino, ¿como estas?, ¿hoy no tienes “visita”?”, me preguntó dejando en el aire aquel tonito picaron.
- “De vez en cuando no encuentro compañía adecuada y con ganas”, respondí aun mas picante. Cuando nos quedamos los dos callados, mirándonos, supe que pasaría.
- “Bueno Anabel, me voy a casa a ver si encuentro algo que hacer para pasar la tarde. Ya sabes que mi puerta siempre estará abierta para ti”, la envidé, justo antes de dirigirme a casa.
Al entrar en casa, dejé la puerta entornada, en una clara invitación. Escuché como bajaba por las escaleras, pasando de largo por mi rellano en dirección hacia a su casa. Que desengaño.
Me decanté por quitarme la decepción con un café. Estaba en la cocina, delante de la cafetera, observando caer la negra infusión, cuando Anabel entró en mi casa, dubitativamente, aun no completamente convencida.
Cual no fue mi sorpresa, al verla vestida de aquella manera. Camisa negra, a medio abrochar, insinuando un sujetador de encaje negro, muy translucido, a juego. Cuando pasó la barra americana de mi cocina, sus glúteos, casi apenas ocultos por la camisa, me indicaron que no llevaba nada mas. Me abalancé sobre ella.
Cuando nuestros labios entraron en contacto, mis manos se aferraron a su camisa y de un violento tirón la abrí, sintiendo en mi pecho el impacto de sus botones al salir despedidos. La empujé contra la barra, estampando sus glúteos contra ella y clavándole toda la magnitud de mi erección en su pubis, haciéndole ver las ganas que tenia de ella. Nuestras caderas empezaron a moverse ligeramente, aumentando las sensaciones de aquel ósculo.
Solté los corchetes del sujetador, saqué fuera sus senos, redondos y masivos y los amasé con calma. Rocé con la yema de mis pulgares sus pezones, hinchados por el deseo acumulado, y su cuerpo me devolvió un estertor que hizo que el primer gemido se escapara de su garganta.
Anabel no tardó en tomar la iniciativa y deslizó su mano dentro de mis pantalones cortos. Alcanzó mi sexo, completamente inhiesto y comenzó a masturbarme. Lo hacía con calma, apreciando el tamaño, la forma, la dureza y la temperatura de mi miembro. Lo sacó fuera del pantalón y dejándose caer, se arrodilló delante mío. Todavía me masturbó un par de veces mas, deleitándose con la mirada en mi verga, relamiéndose, en un intento de facilitar la felación que se avecinaba.
Anabel posó sus labios contra mi glande y fue introduciéndose mi polla lentamente en su boca, abriendo convenientemente su mandíbula hasta que enterró por completo la longitud de mi pene en su boca. ¡Que delicia de labios!. La humedad de su saliva, la templanza de su boca, todo se transmitía a mi mente a través de la fina piel de mi polla, hinchada completamente y ansiosa por descargar mi lechada contra su garganta.
Se aplicó a una mamada salvaje, intensa y húmeda, chorreando con su saliva el talle de mi polla, mojando mis testículos y el elástico del pantalón corto. La sacaba completamente, lamiéndola con su lengua. Se la tragaba de nuevo hasta el fondo, succionando con fuerza para hacerme sentir la caricia de sus amígdalas. Con mis dedos enroscados en sus cabellos, presionaba su cabeza contra mi pubis en un intento por clavársela aun mas al fondo.
- “Levántate y apóyate contra la barra, que te voy a romper el coñito a pollazos”, le espeté muy excitado.
Obedeció sin rechistar. Se apoyó contra la barra y me ofreció sus glúteos, rotundos, claros, enmarcando su vulva, brillante por los jugos de su excitación. Comprobé entonces que no llevaba ropa interior, ninguna. Me cogí con la mano izquierda a sus caderas, clavando las puntas de mis dedos con fuerza, hasta oír un quejido por parte de Anabel. Apunté con la derecha mi glande hasta su hendidura. Repasé su sexo con la punta del mismo, recogiendo en mi piel la húmeda lubricidad de su esencia, separando sus labios mayores y colocándolo en la entrada de su cueva.
- “Métemela ya, cabrón, clávame esa polla hasta la garganta. Hazme chillar como a esas putas que traes a tu casa, cabrón”, retándome.
Se la clavé.
Se la clavé hasta el fondo, de un empujón brutal y salvaje que hizo que se soltara de la barra y cayera contra ella. Hizo que chillara de dolor y placer al sentir su coñito violentado por mi miembro, sin tiempo para acostumbrarse a su tamaño. Hizo que se corriera como una loca, chillando desaforadamente y eyaculando sobre mi pubis una oleada de placer.
Espoleado por aquel orgasmo salvaje de Anabel, me lancé en una follada brutal. Salia despacio de ella, haciéndola sentir cada milímetro de mi polla, hasta dejar solo mi glande enterrado. Después me dejaba caer contra ella, hincándome totalmente en su húmeda grieta, haciendo sonar sus glúteos con mi bajo vientre y provocando un chapoteo que me indicaba como de cachonda estaba por nuestra follada.
- “Follame cabrón, follame mas. Me corro sin parar. Dame como la viciosa que soy”, apostilló, haciéndome aumentar el ritmo de mis enculadas.
La agarré entonces por el pelo, tirando de él fuerte hacia atrás, para llenarla aun mas con mi sexo, para violentarla aun mas, para aumentar aun mas la sensación de ser dominada y mi placer al sentir su cuerpo convulsionando presa de otro orgasmo, húmedo e intenso que hizo que sus rodillas temblaran.
- “Córrete en mi cara cabrón, vacíate los huevos contra ella, pintame entera con tu leche”, chillaba desatada, mientras se corría otra vez.
La giré sobre sus talones. La empujé por sus hombros, hasta hacerla hincar de rodillas, de nuevo, delante mío. Apunté mi polla hacia su cara y aceleré el ritmo de mi masturbación, hasta llegar al punto de no retorno. Y entonces, chillando como un animal, me descargué en una corrida brutal.
Borbotón tras borbotón, que iban pintando su rostro, vacié mis testículos en su cara, surcándola de regueros de grumoso y blanco esperma, en su frente, sus ojos, su nariz, mejillas y labios, hasta que terminé de soltar todo mi semen y ella pudo con mas calma, dedicarse a limpiar por completo mi polla de sus flujos, hasta dejármela reluciente y limpia.
Se levantó entonces juguetona, satisfecha y manchada.
- “Hijo de puta, que polvazo me acabas de echar. Va a ser el primero de muchos, así que ya puedes ir descansando mas”, dijo mientras se colocaba de nuevo el sujetador y se anudaba la camisa rota sobre su torso.
- “Perdona, Anabel. Este va ser el primero de muchos, en eso estas en lo cierto, pero...., ese sujetador me pertenece, así que quitatelo”.
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